Y,
aún sin saber leer ni escribir,
me quedaba en la puerta, mirándole
por horas seguidas, sentado frente a
aquellos libros, deseosa de saber qué de
tan interesante él podría
encontrar en aquellas letras que yo no
entendía.
Tan
pronto como adquirí fluencia en
mi idioma, resolví “asaltar” los
estantes de mi padre, mientras él
no estaba. Y fue de este modo que un
día tomé un grueso volumen
que ya lo había visto manosear
y empecé, a los once años,
a conocer la maravilla de la vivencia
plena de un ser humano. Era la obra de
Emil Ludwig, Napoleón. Y cuando
terminé de leerlo, dos años
más tarde, ya residiendo en Río
de Janeiro, reflexioné largamente,
indagándome si también
un día encontraría a mi
Elba.
Los años han pasado, muchos y muchos libros he leído, algunos
con historias tristes, otras alegres, algunos de mucha profundidad filosófica,
otros de literatura, más ligeros, o de fondo didáctico. Y en
ellos encontré mis grandes amigos, que me llevaron a viajes maravillosos
hacia mundos magníficos salidos de la inteligencia humana, haciendo
que pudiera, de este modo, confirmar el pensamiento del Padre Vieira :
“El
libro es un mudo que habla, un sordo
que responde, un ciego que guía,
un muerto que vive.”
Pero la recordación de aquel gran hombre, solo en su exilio en una lejana
isla en el medio del Océano, volvía siempre a mi mente.
Y
un día tuve mi primera cita, cara
a cara, con Elba. Hubo muchos otros,
que les contaré más tarde,
pero este, por ser el inicio de una larga
convivencia, fue impresionante sobremanera.
Estaba
yo en mi gabinete de Jueza, cuando un
joven y talentoso abogado entró y
pidió una audiencia, a lo que
prontamente consentí, como era
de mi deber. Me dijo que en la antesala
se encontraba un señor que deseaba
hacerme una declaración, y que
me había escogido específicamente
entre los varios jueces en ejercicio
en aquella Comarca por motivos que no
quiso revelar.
Me
contó que el infeliz señor
había presenciado sin querer la
descarga de drogas en determinado local
y que había reconocido a un vecino
entre los delincuentes. Todos moraban
en un barrio marginal conocido por su
violencia y él había visto
a aquel joven nacer y crecer allí,
con su sueño de ser “doctor
médico”, poco a poco desvanecido,
y su perspectiva de una vida mejor se
tornaba cada vez más distante,
a causa de la miseria de su familia,
sus hermanos pequeños que no tenían
ni ropas para vestir. Y se había
unido a los jefes del tráfico
de drogas a cambio de algún dinero
que lo ayudaría a mantenerse a
sí y a sus familiares queridos.
Me
dijo, además, el profesional,
que le había explicado el riesgo
de vida que correría caso diese
la declaración pretendida, indicando
el nombre de todos los componentes del
bando y la forma de operación
del mismo, conocido por todos en el barrio
marginal, pero cuyo silencio se guardaba
ante el miedo de represalias.
El
caballero vino ante mí y le expuse
la dificultad que tenía de prestarle
garantías de vida, pues en nuestro
País aún no había
un programa de protección a los
testigos (esto fue hace más de
quince años, y hoy, felizmente,
ya existe ese programa en Brasil).
El
señor me miró profunda
y demoradamente a los ojos y, manteniéndose
así, tranquilo y sereno, respondió:
-
Excelencia, mi vida no habrá tenido
ningún valor si yo no pudiese
dar mi contribución para hacer
mejor la vida de mis semejantes y retirar
a nuestros niños de las garras
de la violencia. Amo a aquel joven delincuente
como si fuera un hijo. Lo vi nacer y
crecer lleno de ilusiones y, ahora, con
todo para él destruido, no quiero
que lo mismo le suceda a otros niños
como él.
Llamé entonces
al Escribano e iniciamos la larga declaración,
que, más tarde, ya habiendo sido
promovida hacia la Comarca de la Capital,
supe por el colega que me sustituyó en
aquel Juzgado Criminal, que había
servido para derrotar el bando que aterrorizaba
a los habitantes de aquella comunidad.
El
día siguiente, nuevamente en mi
Gabinete, me buscó el joven Abogado
de la víspera. En esta ocasión
venía solo. Entró en mi
sala en silencio, de rostro grave, atravesando
el umbral de la puerta, que, durante
todo mi ejercicio en el cargo de Jueza,
siempre permaneció abierta, cerrándose
solamente en ocasiones especiales. Me
saludó con su habitual elegancia
y me dijo:
-
Excelencia, vine aquí hoy para
informarle que el señor de ayer
por la tarde fue encontrado en un callejón,
sin vida, acribillado de balas.
Me
saludó nuevamente y salió de
la sala, suavemente.
Un
nudo en la garganta me impidió responder
a su gentil saludo. Al sentir lo que
iba a ocurrir a continuación,
me levanté y, por primera vez,
tranqué la puerta de mi Gabinete.
Me senté y lloré.
De
repente alguien tocó a la puerta.
Era la voz de otro joven Abogado, solicitando
una audiencia. Le pedí que aguardase
un poco, fui al baño, me lavé el
rostro y retoqué el maquillaje.
Saqué las gafas oscuras del bolso
y me las puse. Respiré hondo y
me preparé para recibirlo.
¡Abrí la
puerta, le franqueé la entrada,
le ofrecí un sillón y,
mientras ambos nos sentábamos,
razoné que, finalmente, había
encontrado a mi Elba! Sí, en aquel
momento, a pesar de estar acompañada
de un ser humano, de estar rodeada por
varios funcionarios en el Notariado al
lado, me sentía el más
solitario de todos los seres del Planeta
Tierra – no podría decir
a nadie el drama terrible que transcurría
en mi conciencia y no podría mostrar
a aquel profesional ningún señal
de debilidad, porque allí yo representaba
el Estado y el Poder Humano, como se
concibe desde el tiempo de los faraones
y de los antiguos césares, no
se puede revestir de flaqueza: es que
el pueblo, colocándose bajo la
protección del soberano, ahora
sustituido por el gobernante constituido,
debe sentir en sus mandatarios, siempre,
la capacidad de ejercitar su defensa
y eso ha de ser reflejado en las personas
que los representan, como garantía
de ciudadanía y nacionalidad.
Y
me preparé, entonces, para los
futuros e innumerables encuentros que
siempre temí desde mi adolescencia,
y que, finalmente, se tornaron realidad.
Pero Elba me ha enseñado muchas
cosas, principalmente que yo debía,
como aquel venerable señor y muchos
otros humanos en nuestro caro Planeta,
ofrecer mi vida a favor de un Mundo Mejor.
Cuando
el joven Abogado se fue, más tranquila,
me dirigí hacia la ventana, miré el
cielo azul de mi País y recordé los
versos de Manuel Bandeira:
“¡Oh
Divino! ¡Omnipotente!
¡Permite que nuestra tierra
Viva en paz alegremente!”
Estaba,
así, plantada en mi corazón,
la semilla del Instituto de Estudios
Jurídico-Sociales Aplicados.
A
las diez de la mañana, cuando
la funcionaria del señor Ricardo
llegó a mi residencia para ver
las pruebas de la materia que iba a ser
incluida en los “links” del “site”,
encontró estas páginas
ya escritas, siendo remitidas copias
para que la empresa de traducciones las
tradujese al inglés, francés
y español. |